martes, enero 16

Vida

Camino por la calle. Una ligera brisa juega entre mi pelo. El sol me va quemando los hombros. Una mujer grita desesperada palabras que me niego a escuchar. Y sigo andando, cavilando. Los sonidos de mi alrededor se entremezclan para formar una mezcla homogénea que no tiene sentido, que no quiero buscárselo. Siento que alguien me llama, pero no me giro. Y sigo andando.

De repente me encuentro parada, con la carpeta negra que sujetaban mis manos en el suelo. El viento sigue soplando ligeramente. Pero ni me inmuto. Solo estoy quieta, ausente. Intentando reprimir a aquellas que siempre me traicionan. Pero acaban por ganar la batalla y se disponen a correr. Alguien me toca el hombro, y cierro mis ojos.

Cuando los vuelvo a abrir estoy en una mesa, riendo y con una bebida en la mano. Mis padres y algunos conocidos también se encuentran allí. Me siento mal. No quiero estar ahí. Pero sigo con mi sonrisa tatuada y participando en la conversación. Me levanto y voy al baño.

Una vez dentro lo cierro y me miro al espejo. Las traicioneras vuelven a salir para recorrer mi rostro. Me las seco con rapidez y recupero la compostura. Mi cara no da muestra alguna de lo que ha ocurrido, la sonrisa vuelve a ella y salgo. Pero no hay nadie. Vuelvo a cerrar los ojos para llamar a la calma.

Cuando los abro... No, ya no tengo fuerzas para abrirlos. Simplemente relajo mi cuerpo. Las noto rodar nuevamente por mis cachetes. Estoy echada en algún lugar. Pero sigo inmóvil. Con tediosa lentitud siento que las últimas fuerzas me abandonan por completo.

Por fin puedo sonreír con franqueza, sin mentiras, sin máscaras.

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